
Junio de 2025. Estamos en un quiebre histórico. El cine no sólo refleja nuestras crisis políticas y sociales, sino que participa directamente de ellas. A medida que los sistemas globales se colapsan —desde los monopolios mediáticos hasta las instituciones culturales—, el mundo del cine no sólo refleja esta inestabilidad, sino que también carga consigo la promesa de una renovación.
Los desafíos parecen insuperables. El sistema está roto. La distribución se desploma, los espacios de exhibición se reducen, y el público ha sido empujado a los márgenes. Pero, ¿cómo fue que llegamos hasta aquí? ¿Qué queda en pie? ¿de qué nos podemos sostener—y qué puede emerger de entre los escombros?
El cine está floreciendo
Con tanto lamento sobre la muerte del cine (¡de nuevo!), puede parecer contradictorio afirmar que el cine es el arte de nuestro tiempo. Y sin embargo, es notable cómo artistas de tantas disciplinas—músicos, artistas visuales, escritores, diseñadores de moda, periodistas, entre varios otros—han abrazado el cine, enriqueciéndolo con sus sensibilidades y aportes creativos, mientras que a su vez el cine, les ha abierto nuevas posibilidades a estas otras disciplinas artísticas.
Hasta hace apenas dos décadas, la producción de cine era un territorio reservado para unos pocos—en su mayoría egresados de escuelas de cine o personas con acceso directo a la industria. Sin embargo, la irrupción de las tecnologías digitales democratizó la producción audiovisual y la hizo más accesible, permitiendo el surgimiento de voces nuevas e inesperadas, y enriqueciendo este arte relativamente joven. La influencia del cine está en todas partes. Su lenguaje se ha infiltrado a museos y galerías. Su gramática se ha convertido en la lingua franca del arte contemporáneo. Y la televisión—a través de las plataformas de streaming—ha absorbido buena parte de su vocabulario y sus convenciones visuales.
Más aún, en regiones como América Latina, este cambio propició un modelo de producción dinámico que, al separar los retos de distribución y exhibición del proceso de creación, permitió a los cineastas acceder a una diversidad de apoyos—públicos y privados, locales e internacionales. Esta estructura posibilitó la creación de filmografías sólidas y vibrantes, en las que la libertad artística han sido centrales, y muchos directores la han aprovechado para expandir los límites narrativos y estéticos del medio.
Desde mi labor en Cinema Tropical—promoviendo y programando cine latinoamericano en Estados Unidos—, me asombro constantemente ante nuevas películas y cineastas que expanden el lenguaje y las posibilidades del cine, ofreciendo relatos audaces e innovadores que funcionan como faros en este momento de ruptura global.
Creo firmemente que vivimos una época dorada del cine—nutrida por una multiplicidad de miradas y energías creativas. Sin embargo, desde la perspectiva del público, a menudo se siente lo contrario: estas obras extraordinarias son cada vez más difíciles de encontrar, relegadas a festivales de nicho o plataformas altamente especializadas. Como espectadores, nos sentimos con frecuencia impotentes—desconectados del cine más vibrante y urgente que se está haciendo hoy.
La crisis es estructural, no artística
Al ser un arte relativamente joven—que nació en 1895—, el cine se apresuró en justificar su existencia. Gracias a múltiples contribuciones—particularmente de teóricos y cineastas franceses—, finalmente fue aceptado como arte en las décadas de los cincuenta y sesenta El problema es que, una vez que fue validado, los marcos críticos e institucionales para entenderlo han permanecido casi intactos.
La teoría del cine, por la mayor parte, no ha evolucionado en décadas. Ha producido categorizaciones hegemónicas que nos impiden recentrar al público—imponiendo dicotomías como cine comercial vs. cine de arte, ficción vs. documental, corto vs. largometraje, y cine nacional vs. cine de autor. Estas divisiones han limitado la manera en que presentamos las películas y han obstaculizado la creación de diálogos más amplios.
Y aquí estamos, setenta años después, aún consumiendo, teorizando, discutiendo y comercializando el cine casi de la misma forma—aunque el medio se ha transformado radicalmente, tanto en su producción como a través del aporte creativo de otras disciplinas artísticas.
Esa inyección de energía creativa ha enriquecido y expandido indiscutiblemente la cultura cinematográfica. Pero el mundo del cine sigue aferrado a sus limitaciones, sin poder integrar e incorporar plenamente este aporte dinámico y creativo vitalidad. Mientras que la producción cinematográfica se ha vuelto más democrática y accesible, los otros eslabones de la cadena—la distribución y la exhibición—se han vuelto aún más restrictivos a través de los años. El embudo se estrechó aún más en respuesta al gran aumento de la producción.
Al mismo tiempo, los mecanismos de validación, control y acceso se han vuelto cada vez más insoportablemente excluyentes. Hoy, independientemente que una película cueste hacerla $50,000 o $20 millones de dólares, sus realizadores compiten por los mismos pocos agentes de ventas, los mismos festivales, los mismos esquivos acuerdos de distribución. Y en vez de poner a prueba su propia disfuncionalidad, la industria prefiere culpar a la “sobreproducción” de películas—una manera conveniente de eludir su responsabilidad en el sostenimiento de un sistema cada vez más roto.
La industria cinematográfica ya estaba en decadencia cuando llegó la pandemia—y entonces todo colapsó. La televisión, si es que todavía podemos llamarla así, se devoró al cine. El capital especulativo—capitales de inversión de alto riesgo e inversions bursátiles sin compromisos a largo plazo—irrumpió a través de las plataformas de streaming.
Y en el paisaje pospandémico, hemos visto el surgimiento de un nuevo monstruo: una combinación de festivales, plataformas y distribuidoras, alimentado grandemente por capital especulativo y engrasado por la integración vertical de los medios—una misma empresa de inversión es dueña o tiene participación mayoritaria en varias publicaciones de industria, una distribuidora prominente, un festival de cine e incluso unos populares premios de Hollywood. Hoy en día, los festivales más importantes—Cannes, Venecia y sus satélites—validan unas 40 películas por año. Esas producciones privilegiadas reciben toda la atención, la distribución, cobertura de prensa y premios. ¿Y el resto? Prácticamente nada. Una versión grotesca de la economía del 1%.
Lo que está en crisis, por lo tanto, no es el arte cinematográfico, sino la estructura y la infraestructura que lo contienen. El cine sigue atrapado en un modelo profundamente capitalista y obsoleto: producción–distribución–exhibición, una cadena lineal en la que el excedente de cada eslabón supuestamente sostiene al siguiente, y la ganancia y plusvalía final debería invertirse para expandir más la producción y acumular más capital. Pero, ¿qué ocurre cuando la producción está mayoritariamente subsidiada y el resto de la cadena finge seguir funcionando bajo la lógica de un supuesto mercado libre?
Paradójicamente, el cine quizás sea la disciplina artística más obsesionada con—y más entregada a—su propia comercialización (no veo a artistas de otras disciplinas asistiendo continuamente a seminarios sobre cómo monetizar su obra.) Y aun así, a pesar de los enormes recursos que se le destinan, el cine consistentemente no logra alcanzar esa meta. Hemos creado un modelo tan “sofisticado” que ya nadie lo entiende. Porque, en el fondo, dejó de tener sentido.
El público está fuera de cuadro
Con el tiempo, los modelos obsoletos descritos anteriormente han ido alejando cada vez más al público de la ecuación. Obsesionada con preservar un sistema en ruinas, la industria ha construido un proceso cada vez más fragmentado y enrevesado—dominado por intermediarios que cobran cuotas simplemente por permitir a los cineastas el acceso a sus engranajes. Los beneficios y las ganancias de estos intermediarios se han convertido en el eje de la práctica industrial, a menudo a costa de quienes deberían ser los primeros beneficiados: los cineastas y los espectadores.
Aún más preocupante es que hoy en día los cineastas—especialmente los operaprimistas—están, en la práctica, subsidiando a toda la industria—sin recibir remuneración—a través de cuotas de solicitudes, laboratorios de financiamiento, convocatorias, becas e inscripciones a festivales, entre varias otras comisiones. La industria cinematográfica ya no genera plusvalía a través de su vínculo con el público, y una de las realidades más alarmantes es que el público ha sido casi completamente excluido de la ecuación.
Por la mayor parte, los cineastas centran toda su atención en finalizar sus proyectos, y sólo consideran al público al final del proceso—básicamente una vez terminada la película—y dependiendo en gran medida en intermediarios quienes, a su vez, cada vez tienen más dificultad en imaginar públicos más allá de los circuitos tradicionales y saturados.
A los festivales también les cuesta cada vez más atraer público a sus salas, y la crisis persistente del periodismo ha provocado un declive en la calidad de la crítica cinematográfica. Las salas de cine independiente y las distribuidoras en Estados Unidos siguen dependiendo en gran parte de un público urbano, blanco y envejecido—formado por la tradición de cine de autor europeo de los años sesenta y setenta. Ese público específico ha ido disminuyendo, a pesar de que existen espectadores apasionados y curiosos en muchas partes, a menudo sin saber cómo navegar la abrumadora complejidad del panorama de exhibición actual y de la cultura cinematográfica global.
Como en la política, los verdaderos beneficiarios no son las comunidades a las que se dice representar, sino poderes exteriores que obtienen ganancias a partir de las dinámicas locales. De manera similar, en el cine, quienes deberían estar al centro de la actividad—los cineastas y el público—quedan muchas veces al margen, mientras que ese centro lo ocupa lo que se denomina industria cinematográfica. Es urgente reimaginar esta ecuación, colocando nuevamente a cineastas y audiencias en el centro y generando a su alrededor ecosistemas virtuosos que puedan brindarles sostenibilidad económica.
El cine es un arte escénico
Después de 2020, el cine fue aplastado como un simple producto más dentro de la industria audiovisual—amontonado junto a TikToks, videos de YouTube y series de gran presupuesto para plataformas, todo bajo la misma etiqueta de “contenido”. Fue precisamente durante la pandemia, cuando la experiencia cinematográfica se detuvo por completo y todo migró a nuestros dispositivos, que comprendí plenamente algo que desde hace tiempo intuía: el cine es un arte escénico.
Esto no es una idea romántica o nostálgica. Es un llamado a entender el cine no como un objeto estático, sino como un acontecimiento—algo que sucede, que se experimenta, que vive en el tiempo y el espacio. El cine no es simplemente un archivo, un producto o una mercancía a ser consumida; es un encuentro que ocurre en un momento específico. Y eso es lo que lo diferencia de la llamado “industria del audiovisual” y lo que le da su poder perdurable.
En este sentido, el cine está más cerca de la religión o la música que de los medios de comunicación tradicionales. Así como las religiones, convoca a las personas en un espacio común—una especie de templo laico—donde, por unas horas, se entregan a un ritual colectivo e íntimo al mismo tiempo, que les permite conectarse con algo más grande que la vida, de manera profundamente personal.
La música ofrece otra analogía útil: su esencia reside en la experiencia en vivo. Un concierto puede grabarse y reproducirse, pero su corazón—la razón por la que asistimos—es el evento del momento en directo. En ese instante, ocurre algo único entre artista y público. El cine, cuando se experimenta de forma colectiva y con intención, ofrece esa misma posibilidad.
Por eso los festivales de cine siguen siendo relevantes. A pesar de sus contradicciones y desperfectos, los festivales son de los pocos espacios donde el cine sigue funcionando como arte escénico. Ofrecen experiencias programadas, en tiempo y lugar determinados, que no pueden replicarse en otro contexto. La proyección es un acto performático. El público se convierte en parte de la obra. La presencia del cineasta—o incluso su ausencia—se siente en la sala. La energía del público, la textura del espacio, el acto de mirar juntos: todo eso forma parte del significado de la película.
Esto no significa que el cine no deba transmitirse o ser experimentado de otras formas. Todo lo contrario: necesitamos esas herramientas para llegar a públicos más amplios, especialmente a quienes no tienen acceso a funciones presenciales. Pero debemos seguir colocando al cine como un espacio de encuentro, diálogo y presencia. Las películas no viven solo en discos duros o servidores—viven en nosotros, cuando nos reunimos a verlas.
La urgencia de democratizar la exhibición presencial
Uno de los temas que debemos abordar con urgencia es la democratización de la exhibición presencial. Nuestros ancestros latinoamericanos de las décadas de los sesenta y setenta—quienes acuñaron el concepto de Tercer Cine—comprendieron esto muy bien. Identificaron tres formas distintas de cine: el modelo industrial de Hollywood (hoy también replicado por las plataformas globales), la tradición europea y burguesa de cine de autor (aún dominante en los festivales internacionales), y el Tercer Cine—una práctica colectiva y políticamente comprometida, basada en el diálogo con su público.
El llamado a una tercera vía sigue siendo tan urgente hoy como lo fue hace cincuenta años. La falta de acceso a la exhibición presencial, particularmente en Estados Unidos, es alarmante. Hay grandes ciudades estadounidenses que están dominadas por complejos de multicines, y aquellas que tienen la suerte de contar con una sala independiente, suelen encontrarse con una programación limitada al mismo estrecho segmento de la cultura cinematográfica global—películas ya validadas por los festivales e instituciones de siempre. Lo que falta es un ecosistema de exhibición más amplio—uno que pueda generar espacio para las muchas producciones excluidas de los circuitos de distribución comercial.
Me resulta profundamente inspirador ver que en varios lugares de América Latina están surgiendo esfuerzos para diversificar los espacios cinematográficos. Iniciativas como la Red de Salas en Chile o el Seminario Públicos y Audiencias del Futuro en México son ejemplos de cómo el cine puede llegar a una mayor variedad de comunidades, desafiando modelos centralizados de acceso y validación.
Así como en los últimos veinte años se ha avanzado enormemente en la democratización de la producción, ahora debemos aplicar ese mismo pensamiento a otros puntos de la cadena—especialmente la exhibición y los mecanismos que otorgan valor. Demasiado a menudo intentamos aplicar modelos únicos a problemas complejos y múltiples. En su lugar, necesitamos reconocer y abrazar los microuniversos—esos ecosistemas locales, específicos y heterogéneos donde el cine puede realmente florecer.
Existen innumerables auditorios y espacios bien equipados en todo el mundo—desde universidades e instituciones educativas hasta sedes de asociaciones profesionales y centros comunitarios—que permanecen vacíos la mayor parte del año. En vez de seguir elaborando estrategias para atraer al público hacia nosotros, deberíamos darle la vuelta a la idea: pensar cómo llegar a ellos de forma más horizontal, más comunitaria—ir donde ya están.
Más que enfocarnos en la creación de nuevos festivales—que son costosos, exigen mucho tiempo y solo ocurren unos días al año—debemos generar experiencias más fluidas que permitan al público tener oportunidades constantes y significativas de conectarse presencialmente con el cine a lo largo del año.
El cine—junto con unas pocas disciplinas más—sigue siendo uno de los pocos espacios donde aún es posible reunir comunidades diversas y divergentes. En una época en que los poderes fácticos globales han convertido la polarización en herramienta de control, el acto de congregar a personas alrededor de una pantalla para ver y discutir una película se vuelve más político que nunca.
Y en un tiempo en el que vivimos bombardeados por encabezados y se nos exige reaccionar de inmediato—ya sea en medios tradicionales o redes sociales—, el cine ofrece algo cada vez más escaso: tiempo. La duración de una película se convierte en un espacio protegido, que nos permite frenar, reflexionar, convivir con las ambigüedades de la vida. Nos ofrece un refugio frente a la inmediatez performativa del vértigo mediático cotidiano—y nos brinda, aunque sea brevemente, la posibilidad de contemplar y reflexionar.
Hay que sacar a las películas del mundo del cine
Si el arte está floreciendo pero la infraestructura está colapsando, el desafío por lo tanto no es salvar al cine—sino reimaginar sus ecosistemas. Esta crisis lleva décadas gestándose—pero también abre una oportunidad: construir nuevos modelos, más justos y reales, de circulación y comercialización en donde los intereses de los cineastas y audiencias sean centrales. Necesitamos colocar a esos dos actores como eje de la ecuación y generar economías alrededor de su encuentro. Crear espacios reales para que las películas conecten con las personas para quienes fueron hechas.
Debemos recuperar el espacio público del cine—como sitio de resistencia, de diálogo, de imaginación colectiva. Y reivindicarlo como un espacio de creación de la esfera pública—especialmente en un momento en que toda la vida cultural está cada vez más privatizada, corporativizada y subordinada a las plataformas.
Antes de la pandemia, la industria insistía de manera obstinada en que su modelo aún funcionaba. Pero las plataformas y el capital especulativo quebraron ese frágil equilibrio y dejaron ver cuán profundamente roto estaba el sistema. Tenemos una producción cinematográfica formidable. Tenemos públicos entusiastas. Pero la industria, tal como está, está boicoteando esa conexión natural y orgánica—reemplazándo su propio interés antes que el bien común.
Muchas veces, somos nosotros mismos desde el mundo del cine—quienes alejamos al público: con nuestro lenguaje intricado, nuestra obsesión con los laureles de festivales y nuestra fascinación por las citas de críticos de cine. La necesidad de encontrar maneras mejores y más significativas de conectar con el público se ha vuelto una prioridad desde hace tiempo.
Cuando Monika Wagenberg y yo fundamos Cinema Tropical hace casi 25 años, lo hicimos porque veíamos que la industria cinematográfica—ya desde entonces obsoleta—no ofrecía suficientes oportunidades para el cine latinoamericano. Era evidente la necesidad de generar más espacios de validación y circulación para estas obras. Esto para decir que los problemas que hoy enfrentamos no son nuevos. Pero el hecho de que el mundo del cine por fin haya asumido que el sistema no funciona abre, por fin, la posibilidad de un cambio más amplio y profundo.
Y contamos con muchos aliados fuera del mundo del cine. Así como muchos artistas y profesionistas han adoptado al cine como herramienta expresiva, también desean participar más activamente de la cultura cinematográfica. Pero debemos darnos el tiempo para construir esas conexiones directas e imaginar nuevas formas de colaboración. Es hora de actuar con generosidad—y de sacar a las películas del mundo del cine.
*Una versión de este texto fue presentado en el segundo retiro de Distribution Advocates, el sábado, 14 de junio en San Juan, Puerto Rico.
Hola Carlos, Te saluda Roberto Barba, director, productor y distribuidor para festivales y próximamente para salas alternativas desde Lima, Perú. (English Below) Vengo estudiando y entendiendo (en la medida de mis posibilidades) la distribución cinematográfica desde hace varios años, y descubro que es un proceso amplio, complejo, fascinante, demandante, cautivante, necesario, aún por desarrollar más en Latinoamérica y algo mas (o bastante más) desarrollado en EE UU y en Europa, lo cual nos revela una oportunidad a trabajar; motivo por el cual te agradezco tu texto y a la Iniciativa de Distribution Advocates, de la cual vengo aprendiendo un montón. Les cuento que he desarrollado una plataforma la cual está en crecimiento (www.micine.org) desde la cual invito a participar a productores o distribuidores, quienes deseen poner a la venta o renta, sus películas para el mercado peruano, principalmente trabajando por ganancias compartidas (60 productor / 40 plataforma) de igual forma estoy interesado en contactarme con productores independientes que deseen ofrecer sus películas para proponerlas en algunas cadenas de cine de Perú, para llegar un acuerdo de representación / distribución para, si las cadenas les interesan poder exhibirlas aquí, cerrar un acuerdo, por el momento no hay mínimos garantizados e iríamos a ganancias compartidas 50/50. Tengo preferencias por comedias y dramas reflexivos y de buena onda, antes que películas sangrientas o violentas. Subtituladas al español. De igual manera estemos en contacto por interno para saber si te puedo ofrecer películas peruanas de ficción y/o documental para que puedas distribuirlas en USA. mi WhatApp +51997244317 o a mi correo roberto.barba@transversalfilms.pe. /// Hello Carlos, This is Roberto Barba, director, producer, and distributor for festivals and soon for alternative theaters from Lima, Peru. I have been studying and understanding (to the best of my ability) film distribution for several years, and I have discovered that it is a broad, complex, fascinating, demanding, captivating, necessary process, still to be developed further in Latin America and somewhat (or considerably) more developed in the US and Europe, which reveals an opportunity for us to work on. which is why I am grateful for your text and the Distribution Advocates Initiative, from which I have been learning a lot. I would like to tell you that I have developed a platform that is growing (www.micine.org) and I invite producers or distributors who wish to sell or rent their films to the Peruvian market to participate, mainly working on a profit-sharing basis (60 producer / 40 platform). I am also interested in contacting independent producers who wish to offer their films to some cinema chains in Peru, in order to reach a representation/distribution agreement so that, if the chains are interested in showing them here, we can close a deal. At the moment, there are no guaranteed minimums and we would go for a 50/50 profit share. I prefer comedies and dramatic films that are thought-provoking and feel-good, rather than bloody or violent films. Spanish subtitles. Likewise, let's stay in touch internally to see if I can offer you Peruvian fiction and/or documentary films for you to distribute in the US. My WhatsApp is +51997244317 or you can email me at roberto.barba@transversalfilms.pe.